De la Casa Blanca a Gaza, de la Unión Europea a la Argentina y de allí a la Fiesta Nacional del Sol en San Juan, el poder administra la tristeza con discursos, espectáculos y silencios. La política global y local comparte una misma lógica: convertir la degradación en normalidad y la anestesia en virtud.
A cierta edad —la edad cansada de las potencias y de los países que todavía se creen jóvenes— el mundo decidió regalarse una ilusión tardía. No por deseo, sino por miedo. Como el anciano de Memoria de mis putas tristes, que al borde de la muerte cree descubrir el amor, la política global creyó encontrar redención en una pureza ficticia: orden sin conflicto, mercado sin culpa, guerra sin vergüenza.
El burdel sigue en pie. Cambió de nombre, no de lógica. Ahora se llama geopolítica, seguridad, gobernanza. El burdel que llegó a la Casa Blanca se jacta de su petróleo y anuncia, sin rubor, que se quedará con él por la fuerza o mediante acuerdos redactados por escribanos del cinismo. Desde allí se señala a los indeseables, se reparte moral en cuotas y se amenaza al mundo como si la historia fuera un contrato vencido.
La Unión Europea observa desde su decadencia elegante. No porque haya perdido poder, sino porque ha extraviado el coraje. Discute fronteras como quien discute cortinas, teme a la inmigración como quien teme a la vejez y calcula su papel en una guerra que no quiere librar, pero tampoco impedir. Entre una contracción civil y una expansión bélica, Europa elige el silencio cómodo del espectador ilustrado.
Gaza arde. Y no arde por error. Se masacran civiles con misiles inteligentes, se invoca el derecho internacional para violarlo y se mutila a los sobrevivientes para impedir que se rearmen. Todo se hace en nombre de la ley, de la razón, de una moral que ya no duerme en casa: se alquila por horas, como las muchachas tristes de la novela, usadas sin ser amadas, necesarias sin ser respetadas.
No es la doctrina Monroe ni el corolario Roosevelt ni el viejo garrote de la diplomacia bananera. Es algo más obsceno: la certeza de que ya no hace falta disimular. El cristiano bien vestido que roba sin culpa. El político que bendice la violencia mientras pronuncia discursos sobre valores. No son tiempos remotos ni imperios antiguos. Es ahora. Es cuando se nos terminan las vergüenzas.
Si la vida eterna existiera, los fascistas disciplinados podrían entrar sin fila y ser felices. Caudillos, burócratas y empresarios del odio tienen habitación asignada en este burdel global. La barbarie digital se financia sola. No necesita mercenarios: le bastan los algoritmos. Mientras la riqueza se concentra, la pobreza se socializa y los derechos se disuelven como palabras gastadas, la moral deja de ser necesaria.
Las multitudes hablan por teléfonos. La política responde con consignas. La inteligencia huye cuando descubre que no hay cuerpo institucional que la sostenga. Hay demasiados discursos, demasiadas promesas y demasiados candidatos. No hay líderes. No hay instituciones. Hay turnos. Hay pantomima.
El burdel no termina en la Casa Blanca ni se agota en la indiferencia europea frente a Gaza. El burdel se replica. Se fragmenta. Se adapta al idioma local. Tiene sucursales.
En la Argentina, la escena adopta una forma más doméstica, menos imperial, pero igual de eficaz. Aquí no se habla de guerras lejanas con voz marcial: se habla de sacrificio, de ajuste necesario, de futuro inevitable. Se pide paciencia como se pide silencio. Se promete orden como se promete amor en una habitación alquilada por horas.
El país vota en ese clima: cansado, confundido, dispuesto a creer que esta vez el golpe no será tan duro. Como el viejo de García Márquez, la Argentina se enamora tarde y mal, convencida de que todavía puede encontrar pureza en un sistema que hace tiempo dejó de ofrecer ternura. La política nacional se presenta como redención, pero administra desgaste.
Y mientras tanto, en una de las habitaciones mejor iluminadas del burdel, San Juan festeja.
La Fiesta Nacional del Sol estalla en escenarios, luces, artistas, pantallas gigantes y sonrisas oficiales. No es pecado celebrar. El problema es fingir que la fiesta no forma parte del mismo engranaje. El problema es convertir la celebración en cortina. El problema es llamar identidad a lo que muchas veces es anestesia.
Mientras la Casa Blanca reparte guerras y Europa administra su silencio, mientras Gaza se convierte en estadística moralmente justificada, en la provincia se celebra la normalidad. Se la exhibe, se la produce, se la ilumina. La fiesta funciona como mensaje: aquí no pasa nada, aquí todo sigue, aquí el burdel es amable.
La lógica es idéntica; solo cambia la escala. En el centro del poder global, la barbarie se legitima con discursos sobre seguridad y ley. En la periferia, el ajuste se disimula con festivales y fuegos artificiales. En ambos casos, el objetivo es el mismo: administrar la tristeza sin permitir que se convierta en conciencia.
Las putas tristes no son las artistas ni los trabajadores de la fiesta. Ellos cumplen su rol con dignidad. Las putas tristes son las palabras: justicia, austeridad, cultura, desarrollo, pueblo. Palabras usadas, alquiladas según la ocasión, incapaces ya de conmover.
La barbarie digital hace el resto. Mientras el mundo arde y el país se ajusta, las multitudes discuten consignas prefabricadas, celebran o se indignan a pedido. El algoritmo decide qué duele y qué se ignora. Gaza queda lejos. La Casa Blanca parece abstracta. La fiesta, en cambio, se ve hermosa en pantalla.
Así, el burdel global baja de categoría sin perder esencia. Se vuelve nacional, provincial, cotidiano. Ya no necesita tanques ni misiles: le bastan presupuesto, escenario y relato. La riqueza se concentra, la pobreza se socializa, los derechos se diluyen y la moral —esa muchacha frágil— dejó de trabajar hace rato.
El mundo sangra.
El país vota.
La provincia festeja.
Y el burdel —global, nacional, local— sigue abierto, cobrando entrada, prometiendo una felicidad que nunca incluye memoria.
Al fin y al cabo, la entrada cuesta apenas cinco mil pesos.
La salida —como siempre— no está incluida.














