Cuando un lector empieza por Borges

Dic 11, 2025 | Prosa & Verso

Iván Nolazco

Iván Nolazco

Escritor, periodista y ensayista.

El ruido que hace Vargas Llosa frente a un genio silencioso

Hay escritores que se elevan hacia el misterio y otros que, sin querer, se quedan atrapados en la administración del mundo material.

De Mario Vargas Llosa siempre se dijo que era un escritor monumental, un arquitecto del lenguaje, un novelista con músculo europeo.

Todo cierto.

Pero había en él una manía terrenal, demasiado terrenal, que lo perseguía: era un escritor que a veces parecía más corredor inmobiliario que autor.

Le preocupaban más las goteras que la literatura; más el estado del techo que el estado del alma; más la filtración del agua que la filtración del tiempo.

Y ahí está el contraste fatal.

Borges, ciego y metafísico, vivía mirando universos.

Vargas Llosa vivía revisando presupuestos de albañiles.

La escena de las goteras: cuando la realidad traiciona al escritor

La anécdota es conocida, pero vale recontarla como lo exige la magia:

Vargas Llosa, convencido de que la intimidad doméstica lo volvía humano —o brillante—, empezó a narrarle a Borges sus problemas de goteras.

Enumeró daños, filtraciones, desvelos técnicos; describió cómo el agua amenazaba sus manuscritos, sus estantes, sus noches de trabajo.

Era un relato más digno de una inmobiliaria que de un escritor comprometido.

Y en ese momento, como si las palabras del peruano tuvieran poder meteorológico, una gota apareció flotando en pleno aire, suspendida entre ambos.

Ni subía ni caía: esperaba.

Borges, que sentía más de lo que veía, sonrió como quien escucha una verdad antigua:

—Mario… por fortuna no tengo ese problema.

No veo las goteras.

La gota se evaporó.

Como si la ironía —no el sol— hubiera decidido secarla.

El escritor que medía techos frente al escritor que medía eternidades

Ése fue el instante en que el mundo quedó dividido entre dos estilos de literatura:

  • la que se ocupa del techo,
  • y la que se ocupa del infinito.

Vargas Llosa, perfeccionista hasta el exceso, creía que la literatura era una obra en construcción que podía arruinarse por una humedad.

Borges entendía que la literatura es una filtración del tiempo, no del agua.

Mientras uno inspeccionaba goteras, el otro exploraba laberintos.

Y por eso, para el lector que empieza por Borges, el contraste se vuelve inevitable y cruel:

Vargas Llosa parece revisar planos; Borges parece dictar universos.

La gotera que asciende hacia la eternidad

Cuando Vargas Llosa murió, lo condujeron a una biblioteca donde los libros respiraban solos.

El aire olía a pergamino antiguo y a metáfora húmeda.

Y, sin embargo, el techo —si es que aquello podía llamarse así— tenía una imperfección mínima: una gota suspendida, como si aguardara al recién llegado.

Borges estaba allí, sentado en una silla que parecía ajustarse al pensamiento del lector.

Escuchó los pasos del peruano y dijo, sin mirar:

—Mario, qué alegría que haya llegado. Aquí no hay Nobel, no hay crítica, no hay polémica. Solo páginas que todavía no existen.

Vargas Llosa, todavía orgulloso, señaló la gota:

—Parece que en esta… altura también hay problemas de mantenimiento.

Borges movió apenas la cabeza, como quien acomoda una ironía:

—No, Mario. Esa gota no cae.

Sigue a quienes aún no comprenden que la literatura no se moja.

La gota, obedeciendo al comentario, empezó a ascender lentamente, como si buscara un piso superior que nadie había cartografiado.

Vargas Llosa, desconcertado, murmuró:

—Entonces… ¿la gotera siempre fui yo?

Borges sonrió, con esa suavidad que solo tienen los cuchillos bien afilados:

—Todos lo somos, Mario.

Pero algunos hacen más ruido que otros.

Y así empezó la eternidad: con un corredor inmobiliario de la literatura mirando hacia arriba y un ciego literario iluminando, otra vez, el camino.

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